Si alguien le hubiera dicho a la joven de rulos que vivía a pocas cuadras de la estación de Morón en los años 70 que le salvaría la vida a una buena parte de la humanidad gracias a una vacuna, habría explotado en una carcajada y habría seguido escuchando rock nacional con un libro de poesía en la mano. Pero Alejandra aprendió temprano que la vida te da sorpresas, de las buenas y de las otras. De modo que, cuando su amiga de la adolescencia, con la que no hablaba hacía más de 20 años, le propuso hacer una nota contando la historia que la llevó del conurbano bonaerense a Pfizer, la idea no le resultó del todo inconcebible.
Tirar del hilo de los recuerdos en medio de una agenda ejecutiva abarrotada de compromisos no sería fácil, pero el camino había sido tan largo y sinuoso como aquella canción de los Beatles que escuchaban de chicas, de modo que tal vez se justificara abandonar el bajísimo perfil que había cultivado hasta ahora. Y, sí, también era cierto que publicar dos papers en una misma semana en el New England Journal of Medicine, quizás la revista científica más importante del mundo, era un récord. Por lo tanto, Alejandra Gurtman aceptaría hablar de su historia y su exitosa carrera primero en una charla telefónica y luego en una entrevista formal, como la profesión manda.
El punto de inflexión que cambió para siempre la vida de la familia Gurtman se tornará inevitable en la conversación. Los tres hermanos –dos varones y una mujer- crecían normales y corrientes a orillas del tren Sarmiento, acaso un poco más rubios que el resto de los alumnos de su escuela pública, cuando una extraña enfermedad afectó primero al menor y luego al hijo del medio. Mientras Alejandra, la mayor, empezaba la carrera de Medicina en la Universidad de Buenos Aires, la salud de los hermanos descarrilaba sin remedio. Finalmente, el doctor Ángel Gurtman dejó su trabajo como endocrinólogo en el Hospital Posadas y llevó a la familia a la costa oeste de los Estados Unidos, en busca de un tratamiento de vanguardia. Sería un antes y un después para todos.
Para cuando Alejandra terminó la Residencia en el Hospital de Clínicas y decidió unirse a la familia, sólo quedaba la posibilidad de un trasplante de riñón. Lamentablemente, ni Jorge ni Eduardo sobrevivieron al ensayo de la ciencia. Pero la voluntad de Alejandra no cejó ni un ápice: no quería dedicarse a las enfermedades crónicas, como su padre, sino a tratar enfermedades agudas y graves, como la meningitis. La rubia de Morón guardó su dolor donde no se viera y apretó el paso de su carrera en Estados Unidos sin mirar atrás.
Los inicios en Estados Unidos
Después de un difícil examen de equivalencias médicas, las puertas de la Residencia de Infectología en el hospital Mount Sinai de Nueva York se abrieron en 1987 para la joven médica que balbuceaba inglés y sonreía con ojos despiertos. Siguieron muchos años de tratar a pacientes con SIDA, por entonces una epidemia furiosa que conducía a personas muy jóvenes a una muerte prematura. El trabajo en el hospital era demoledor, pero Nueva York valía toda la pena.
Más temprano que tarde, Alejandra se cruzó con un pediatra argentino y se instalaron en un luminoso departamento del Upper East Side. Llegaron dos hijos y la profesión médica, unida a las tareas hogareñas, se tornó cada vez más desafiante. Después de años dedicados al tratamiento del HIV, Alejandra creó, en 1997, el departamento de Medicina del Viajero en el Mount Sinai. Allí nació su amor por las vacunas.
Todo parecía seguir un curso ascendente y predecible -mudanza a los suburbios de New Jersey, consultorio en Manhattan, congresos internacionales y vacaciones periódicas a la Argentina para ver a los primos- cuando Alejandra decidió, nuevamente, dar un volantazo en su vida.
Tras años de trabajo de sol a sol en hospitales, buscó una posición más flexible en la industria farmacéutica. En 2005, se acercó al laboratorio Wyeth, que necesitaba una infectóloga para el área de vacunas. Enseguida Pfizer lo adquirió, y allí fue Alejandra a investigar nuevas fórmulas para prevenir enfermedades tremendas.