¿Las oficinas con mejor diseño hacen más felices a los trabajadores?

Los cubículos del pasado han dado paso a sedes que cuentan con lugares para dormir la siesta, además de sectores para el almuerzo al aire libre y amplio espacio para la creatividad. Pero, ¿los empleados se han beneficiado de estos cambios?

“He conocido la inexorable desdicha de lápices”, es el comienzo del poema “Dolor”, de Theodore Roethke, el mejor poema en inglés sobre la mediocridad de la oficina. “Toda la miseria de los sobres en papel madera y del mucílago,/ Desolación en inmaculados espacios públicos,/ Solitaria recepción, baño, conmutador”.

Durante un siglo o más, el diseño de oficinas ha sido nuestra metáfora más útil para representar la frustración de los trabajadores. El monótono tedio de la vida en la oficina atraviesa la ficción de oficina como una corriente rumorosa –desde Bartleby, que mira impasiblemente el muro de ladrillo, hasta Frank Wheeler, enjaulado en su cubículo negro, en “Revolutionary Road”. Las fluorescencias, las pantallas, los divisores de conglomerado cubiertos por telas: son desmoralizadores, humillantes. Pero hoy en día, lamentarse por los cubículos es perder el foco.

Si uno mira los espacios de oficina más sofisticados descubre que las lecciones de Roethke y de Bartleby –las lecciones sobre diseño, en todo caso– fueron escuchadas. Las oficinas de la agencia publicitaria Hi-ReS! en Berlín, diseñadas por la empresa de arquitectura Studio A/S, fueron pintadas en colores estridentes –algo que en materia de espacios de trabajo sería análogo a chupar un Gobstopper– y provistos de una variedad de sitios diferentes. Nadie se sienta en cubículos pequeños: después de una conferencia en una mesa amarilla, uno puede subir por una escalera roja hasta un pequeño loft, para luego apoltronarse en almohadones mientras revisa el correo electrónico o duerme una siestita.

Los cuarteles centrales de la empresa de juegos para teléfono móvil, llamada “King”, la que creó el juego “Candy Crush”, también tienen un estilo audaz y aniñado: los empleados trabajan entre divisiones pintadas en colores brillantes, rosa o verde, y almuerzan debajo de carpas amarillas y blancas. En un extremo de sofisticación, algunos arquitectos de prestigio tratan a la oficina como si fuera una nave espacial que llegó a la tierra desde el futuro. Los planos de Zaha Hadid para un centro de investigación de Saudi Aramco, la compañía petrolera más grande del mundo, hacen estallar la idea remanida de un cerramiento exterior con forma de caja, y en su lugar favorecen la idea de una red que interconecta los alvéolos extrañamente distorsionados de un panal de abejas.

Durante el siglo pasado, se ha mejorado de manera continua el diseño de las oficinas, procurando un mejor funcionamiento y que fueran un lugar más agradable para trabajar. Pero la extravagancia de la oficina contemporánea es algo nuevo. Incluso cuando eran lujosas, las primeras oficinas del siglo XX nunca eran extravagantes.

El edificio de Frank Lloyd Wright diseñado para las oficinas de Larkin y construido en 1906, contenía un amplio patio central y habitaciones recreacionales para el staff femenino: amenities que eran desconocidas hasta ese momento. Pero a nadie se le sugería que durmiera la siesta; no había puertas secretas que lo llevaban a uno a “speak-easies”, como ocurre ahora en las oficinas de LinkedIn, en Nueva York. Las oficinas se diseñaron en un principio para alcanzar la inagotable productividad de los trabajadores. Las generosas oficinas de hoy en día son el desenlace lógico de una reacción en contra de esta manera de pensar.

El influyente teórico de la administración, el estadounidense Frederick Winslow Taylor, fue el primero en aplicar los principios de la eficiencia al diseño de las oficinas. W. H. Leffingwell, un discípulo de Taylor, sugería en su tratado “Administración científica de la oficina” (1917) que una fuente de agua mal colocada podía hacer que un trabajador promedio caminara más kilómetros de los necesarios… lo que, multiplicado por muchos trabajadores, durante 52 semanas de trabajo, podía significar decenas de miles de kilómetros de pasos desperdiciados. Las oficinas tayloristas consistían en apretadas hileras de escritorios, perfectamente distribuidos para facilitar el flujo de los cuerpos a través del espacio. Era un modelo de existencia que, como una intimidante app para hacer gimnasia, reducía a los seres humanos a un montón de números.

Los trabajadores, como puede esperarse, odiaban estos espacios y en los años treinta comenzaron a articular sus reproches. La primera huelga en la industria editorial ocurrió en los años treinta, y más o menos al mismo tiempo los empleados de The New Republic se sindicalizaron. Los trabajadores no hacían huelga para tener mejor diseño de su espacio de trabajo, pero eso fue lo que obtuvieron, junto a políticas empresariales más “atentas” a sus necesidades: pensiones, picnics, y durante el boom de la posguerra, un crecimiento significativo y constante de los salarios. Una reacción contra la disposición fabril de la oficina entre planificadores y diseñadores: en vez de tratar a sus trabajadores como máquinas, la oficina debía ocuparse también de su psicología.

Lo que siguió, en las décadas de la posguerra, fue la era de la caja de vidrio-y-acero con aire acondicionado. Ahora son omnipresentes y comunes, pero entonces eran consideradas maravillas de la arquitectura y el diseño. Las descripciones de la vida en estas empresas se parecen notablemente a las actuales oficinas de Google o Facebook: “Imagine un mar de escritorios claros con sillas color canela, luz natural entrando por todas partes, oficinas espaciosas con aire acondicionado controlado de manera individual, y música personalizada según el área, viniendo de las paredes”.

Eso es una cita de “Life in the Crystal Palace”, de Alan Harrington, una triste descripción de la vida en una rica empresa suburbana a mediados de los años cincuenta. “A la tarde, disfrute de películas en el auditorio, que tiene el tamaño de un pequeño teatro, visite la biblioteca, mire el campeonato de baseball en una TV color, o juegue a los dardos y al tenis de mesa en la sala de juegos.” Harrington, un auto-declarado “hombre de la organización”, pasa mucho tiempo preguntándose si estas iniciativas agotan la creatividad, en vez de estimularla.

Los intentos por mejorar la oficina produjeron innovaciones importantes, como la coordinación entre el diseño de muebles y la arquitectura de un espacio. Pero también hubo fracasos notables. El más infame de estos fracasos fue el cubículo estándar: inventado por la empresa de muebles Herman Miller, en los años sesenta, se convirtió muy pronto en la herramienta favorita de la empresa para lograr que se apretujara a más gente en menos espacio por la menor cantidad de dinero posible. En los años noventa, sobre todo a causa de la tira cómica “Dilbert”, que empezó a ser publicada en 1989, se había convertido en el clásico símbolo de la angustiante vida de los oficinistas –un abrevadero de la denominada “furia del cubículo” que condujo, supuestamente, a algunos tiroteos en lugares de trabajo.

El abrupto surgimiento de la industria tecnológica a fines de los años noventa, nos llevó del desierto de los cubículos hasta el oasis de las oficinas actuales. Muchos de los emprendedores de la web se habían graduado en cómodos campus universitarios (o los habían abandonado) para trabajar duro en grandes corporaciones. Cuando crearon sus propias compañías, recrearon la deriva espontánea entre el trabajo y el juego que caracterizaba su vida universitaria. Las paredes del cubículo se derrumbaron, y en los espacios de lofts y depósitos que ocupaban, días de trabajo inusualmente largos podían ser interrumpidos por frenéticas carreras de “Mario Kart” o salvajes batallas de tenis de mesa.

Crear una oficina divertida se convirtió en un método habitual para atraer a empleados cualificados en un ambiente competitivo: la esperanza era que un ingeniero talentoso no dejara un gigante de la tecnología por la pequeña start-up de al lado, que no tenía un gimnasio o una pileta. De este modo la “oficina divertida” se abrió camino en todo el mundo. Studio A/S, la empresa alemana de diseño, captura el Zeitgeist al describir sus objetivos: la “generación Y” está en busca de un “significado mayor” en el diseño de oficinas; la nueva generación “quiere poesía, forma y atmósfera”.

Un diseño de oficinas que aborda la felicidad de los empleados, su bienestar, sus deseos de juego –éste debería ser el mejor de los mundos posibles. Es claro que oficinas así lucen mucho más atractivas que el cubículo promedio; no sorprende que tantas empresas se inclinen por esta opción. Sin embargo, el pensamiento “disruptivo” que insiste en que el lugar de trabajo no solo debería satisfacer las necesidades promedio (provisiones, café potable, un microondas) sino también las necesidades psicológicas más profundas, tiene su lado controvertido. Si la nueva tecnología hace imposible que uno deje el trabajo en el trabajo, el pensamiento “ethonomico” detrás del diseño de las nuevas oficinas pretende hacer cada vez más difícil que uno separe la vida del trabajo de todo lo demás.

El sociólogo William Davis llamó a este complejo de ideas “la industria de la felicidad”, en la que las emociones más privadas y –por medio de la introducción de programas de “bienestar” en el trabajo– incluso la salud física es ahora un tema de interés para los empleadores. Uno de los gurúes más populares y citados en lo que se refiere a los nuevos lugares de trabajo, Tony Hsieh, el CEO de Zappos, argumentó que las empresas deberían contratar a “comisarios de la felicidad” para asegurar el entusiasmo en la oficina. También sugirió que se debería identificar el 10% de los trabajadores que transmiten la menor cantidad de entusiasmo por la “agenda de la felicidad”… y que convenía despedirlos.

En última instancia no está claro si las nuevas oficinas funcionan como se las publicitó en un principio. Incluso cuando los espacios comunes se cubren de paneles hermosos de contrachapado brillante, como Lenne, en Tallinn, Estonia, los escritorios están en lugares sin paredes. El impulso para sacar a la gente de las oficinas privadas, para mejorar la colaboración y la productividad, tiene poca justificación empírica. Los estudios más citados en materia de satisfacción de personal tienden a ir en contra de estas tendencias en diseño de oficinas. Un estudio de The Journal of Environmental Psychology del 2013 indicó que el 50% de los trabajadores en espacios sin paredes padecen de una falta de privacidad sonora, y el 30% se queja de una falta de privacidad visual.

En 1980, el futurólogo Alvin Toffler predijo que con el crecimiento en la tecnología del trabajo a distancia, en poco tiempo las oficinas se volverían irrelevantes. Los centros urbanos se vaciarían, y todos estarían conectados por medio de “cabañas electrónicas” desparramadas por el campo. Los avances en el mundo digital que han ocurrido desde entonces vienen amenazando de manera constante con convertir la fantasiosa visión de Toffler en algo real. En cierto sentido, ya se ha convertido en una realidad: con frecuencia trabajamos en nuestras casas. Aunque también trabajamos en el trabajo, antes de regresar a casa para seguir trabajando. La distancia entre la casa y el trabajo, y el trabajo a distancia han entablado una alianza siniestra. La oficina perdura, se hace más grande, más extraña: un emblema de su presencia ominosa en nuestras vidas.

* Editora n+1 y la autora de: Cubed: A Secret History of the Workplace